Sinopsis: Una historia de amor para aquellos que disfrutan del acordeón.
Número
de palabras: 2071
Clasificación: A
Género: Romance
Comentario: Hace mucho que no publico ningún cuento, espero este sea de su agrado. Es simple y tal vez un poco intrascendente; pero creo que se puede disfrutar muy bien con un poco de Tango como música de fondo. Pueden acompañarlo con esta canción.
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Era una tarde lluviosa en algún lugar muy al sur. Las olas
del mar iban y venían con su viejo zumbido, el aire tenía sabor salado y el sol
brillaba con suavidad. Aquí había un pequeño pueblo lleno de hogares y barcos.
Había restaurantes, turistas y libros empolvados; y en algún rincón, se podía
escuchar una melodía. Era un suave acordeón y sonaba tan antiguo como si
siempre hubiese existido. Un hombre viejo y barbado lo tocaba en la fonda “El
Pescador”, atendido únicamente por el silencio del mesero.
Sus brazos se movían con largos movimientos y sus dedos,
delgados y huesudos, se movían rápidamente, subiendo y bajando por las teclas
del instrumento.
Terminó su canción y el mesero, sentado junto a la ventana,
comenzó a aplaudir. El viejo sonrió y levantó con dos dedos la punta de su
boina. Tomó un trago de agua. Se acomodó la correa del acordeón. Siguió
tocando. El mesero lo miró fascinado y dejó que su mente cabalgara fuera del
abandonado restaurante. Pensó en aquella larga y ondulante falda que veía todas
las mañanas desde la ventanilla del sótano donde dormía. Pensó en los tacones.
Y pensó en la nuca de su amada, que era lo único que alcanzaba a ver de ella
cada tanto.
De pronto un fuerte golpe, un azotón en la puerta de la
cocina, lo despertó.
- ¡No puedo creer que no haya nadie! – una señora gorda y
simpática salió por la puerta, moviendo sus caderas de lado a lado y con un
suspiro apesadumbrado. – Arturo - dijo mirando al mesero, - necesito que
traigas más harina, la señora Celia acaba de encargar seis docenas de empanadas
para su fiesta.
- ¿Fiesta? ¿Qué fiesta? – contestó, ignorando la
instrucción.
- ¿Cómo “qué” fiesta? – dijo ella indignada. - ¡La fiesta de
su hija, claro!
- ¿La fiesta de Rocío? – su voz le tembló por un segundo,
sacando un resoplido y una sonrisa de la señora cocinera.
- Sí Don Juan, la fiesta de Rocío.
- ¿Y estamos invitados? – preguntó sonrojándose.
- Vamos a llevar las empanadas, ¿tu qué crees? – le contestó
ella, exasperada.
Arturo dejó salir un sonidito, entre un grito de emoción y
una bocanada de aire. La cocinera suspiró.
- ¿Irás o no por la harina? – le recordó enfadada.
- Sí. Claro – dijo volviendo a la tierra. – Lo siento.
- Anda ya, corre – lo apresuró ella.
Salió corriendo, empapándose casi instantáneamente. Volvió a
entrar al restaurante, tomó su paraguas y volvió a salir corriendo.
La tarde transcurrió mucho más rápido de lo que él habría
deseado, apenas alcanzó a vestirse con ropa seca y las empanadas ya estaban
listas. Se peinó su negro cabello hacia atrás y se cortó las partes más largas
y disparejas de su barba. Vestido con una camisa blanca, pantalones negros,
chaleco a juego y corbata, llegó a la fonda minutos antes de que la señora
cocinera saliera con los paquetes en mano. Había dejado de llover y la noche
estaba fresca y no lograba distinguir si el castañeteo de sus huesos se debía
al clima o a los nervios.
Caminaron en silencio unas calles, hasta que la cocinera
suspiró apesadumbrada.
- Nos van a quitar el negocio, Arturo – dijo después de
unos segundos.
- ¿Qué? – preguntó él asustado. - ¿Pero por qué? ¿Quién?
- El señor Guillermo – explicó ella. – Le debemos muchas
semanas de renta… y de todas formas, no es como si tuviéramos de donde sacar el
dinero. No se para ni una mosca desde hace meses.
- Pero a la señora Celia le gustan las empanadas – dijo
Arturo, tratando de ser positivo. La señora sólo rió y negó con la cabeza.
Finalmente llegaron a la fiesta. Todo mundo estaba ahí.
Incluido el señor Guillermo. Arturo lo miró con rabia, pero en cuanto el otro
se volteó, sus cejas se lanzaron hasta la mitad de su frente y forzó una
sonrisa apenado. Saludó a todos con amabilidad, a sus amigos con gusto y a los
familiares de la señora Celia con timidez… pero entre más se acercaba al centro
de la fiesta, la corbata más lo ahorcaba y la temperatura iba subiendo. ¿Cuándo
había visto por última vez a Rocío? Se preguntó. ¿Y a su madre? Bueno, les veía
los zapatos todos los días, a Rocío de camino a su colegio y a la señora cuando
se iba a su estudio, ¿pero cuándo les había visto la cara por última vez?
Cuando llegó, su voz no quiso salir de su garganta. La
señora Celia, la famosa diseñadora de modas, tenía sus grises cabellos
amarrados en un bello chongo detrás de la nuca, llevaba una falda larga del color
del mar y un suéter que hacia juego. Pero Rocío fue a quien le prestó atención.
Con su cabello castaño y ondulado suelto sobre sus hombros; su falda blanca y
su camisa del mismo color, sus mejillas chapeadas y su sonrisa de primavera, el
corazón de Arturo se detuvo durante demasiado tiempo. Suspiró. Dio un paso
adelante y saludó con cortesía.
- Feliz cumpleaños – dijo cuando la jovencita se dignó a
mirarlo.
Lo que él no se esperaba, fue la bella sonrisa con la que le
respondió.
- ¡Arturo! – Su corazón le dio un vuelco - ¡Las empanadas! –
y su corazón recuperó su ritmo.
- Sí – dijo con un ligero tartamudeó. – La señora Carla las
está acomodando en la mesa de entrada – dijo refiriéndose a la cocinera.
Rocío se paró emocionada y corrió hacia la comida, dejando a
Arturo petrificado en su lugar.
El resto de la noche fue dedicado completamente a la
cumpleañera. Su madre decidió mostrarle a todos los presentes todos los
talentos de su hija, haciéndole cantar, bailar, declamar, mostrar sus pinturas
y claro, llevándola con cada mesa para conversar alegremente con los invitados.
Después de poco se terminaron las empanadas, Rocío bailaba
pieza tras pieza de bailes elegantes y hermosos con todos los galanes de la
fiesta y Arturo estaba a punto de irse. Recogió la mesa donde habían servido la
comida y salió al aire fresco y suave del exterior.
Caminó calle abajo, hacia el mar, cuando de pronto una voz
suave y dulce lo llamó en un susurró.
- ¿Rocío? – preguntó sorprendido. Ella hizo ademán de que
guardase silencio y se acercó a él.
- ¿Por qué te vas? ¿La fiesta no es de tu agrado? – preguntó
con una sonrisa.
- No, no, no - contestó él apresurado, nervioso por dar una
buena impresión.
- No te preocupes - lo interrumpió ella – tampoco es del
mío.
Arturo reaccionó extrañado y la miró, sintiendo su corazón
comenzar a latir más rápido al apreciar esas facciones con las que solía soñar
tanto.
- Estoy cansada de las formalidades de mi madre. Ha estado
buscando celebrarme de mil formas posibles desde hace una semana, con regalos,
con anuncios, incluso diseñó un nuevo vestido especialmente para mi… pero…
- ¿No logra atinar? – preguntó, todavía un poco apenado.
Ella asintió con la cabeza.
- No es que no me guste lo que ha hecho hasta ahora… y la
verdad atinó completamente con una de las cosas que hizo – dijo, extrañamente
bajando la mirada, – pero ni siquiera se dio cuenta.
Él la seguía mirando, fascinado.
- ¿Y en qué atinó?
Ella lo miró sonriendo y negó con la cabeza.
- No te diré – le contestó, dando un par de pasos
alejándose de él juguetonamente. – Quería saber – dijo cambiando de tema, - si
querrías bailar conmigo.
De nuevo su corazón... y casi se tropieza con su propio pie.
- ¿Qué cosa? – preguntó sintiendo el rubor alcanzar sus
orejas. – Pero yo no se bailar vals.
- ¿Y quien dijo que yo quería bailar vals? –marcó cada
palabra para insinuar lo que quería decir.
- ¿Pero qué podríamos bailar? – dijo él desviando la mirada.
- No lo se – ella lo tomó de las manos y lo hizo darle una
vuelta. – Pero recuerdo que la última vez que te vi estabas tocando el violín,
así que supongo que tu sabes dónde hay buena música.
¿Recordaba eso? ¿Lo recordaba a él? Y ahí iba su corazón
otra vez.
Se quedó pensando, todavía con el rubor en toda su cara y
agradeciendo a la luna por no ser llena esta noche. De pronto el zumbido del
mar y el sabor salado le recordaron a sus propios sueños y una sonrisa boba se
pintó en su rostro.
- Se me ocurre un lugar.
Guió a la muchacha por las callejuelas del pueblo, tomados
únicamente por los dedos y sus pulgares haciendo una ligera presión de vez en
cuando. Finalmente llegaron a “El Pescador”.
Arturo abrió la puerta que crujió suavemente. Entraron al
restaurante vacío, como de costumbre, y él encendió la luz.
- ¿Este es el restaurante? – preguntó ella observando cada
rincón.
Él asintió con la cabeza, sintiendo algo calido en su
interior al ver que conocía el lugar sin nunca antes haber estado ahí.
- Ya vuelvo, no tardo – dijo y corrió al cuarto trasero, a
un lado de la cocina. Ahí el viejo acordeonista dormitaba con fuertes
ronquidos, tan sonoros como su música. Arturo lo despertó suavemente – Ricardo;
viejo – le dijo, - despierta, vamos.
Lentamente el hombre fue abriendo los ojos.
- ¿Qué quieres muchacho? – le preguntó con demasiada
paciencia para el gusto de Arturo.
- Rocío está aquí.
- ¿Cómo?
- Rocío, la hija de la señora Celia, está aquí y… quiere
bailar – dijo nerviosamente.
- Oh - El viejo comprendió y sonrió levantándose y
arreglándose. – Está bien, vamos.
Tomó su boina y salió a donde los esperaba la jovencita. Su
acordeón estaba en la tarima a mitad del local, junto con otros instrumentos
que mantenían ahí por si se llegaban a necesitar. Lo tomó y con un ritmo tan
suave como el de las olas del mar, el cuarto se comenzó a llenar de música.
Arturo extendió su mano, invitando a Rocío a acercarse a él, y en cuanto se
tomaron de las manos, la música dio un golpe volviéndose más rápida y alegre.
Con gusto ellos siguieron el ritmo de la música, divirtiéndose
con aquel sonido viejo como el vino.
Después de un par de piezas, Arturo subió a la tarima, y
acompañó a su amigo con el violín; volviendo a la música todavía más alegre y
melancólica al mismo tiempo. Rocío bailaba en frente de ellos, con una sonrisa
que jamás se le había visto.
Tocaron un poco, y sin ningún otro aviso, la jovencita subió
con ellos, tomó un clarinete e improvisó una melodía igual de alegre y perfecta
para acompañar la que ellos estaban tocando.
Así siguió la noche y así recibieron al sol. Cansados y
alegres, se sentaron en una de las mesas mientras el viejo les daba las buenas
noches y regresaba a su rincón al fondo del restaurante. Los dos jóvenes
intercambiaron miradas, sabiendo que su pequeña aventura estaba a punto de
acabar.
- Gracias – le dijo ella en un susurro.
Él sonrió y asintió con la cabeza, no sin un dejo de
tristeza por pensar que este milagro de la suerte no se iba a repetir jamás.
- Me gustaría volver a tocar contigo – ¿Qué? La miró con
los ojos abiertos y lleno de sorpresa en su rostro. – Es más, me gustaría
volver a tocar aquí. Contigo y con Ricardo.
- Pero… ¿Quieres eso? – dijo él, todavía procesando lo que
había escuchado.
- Claro que sí – le desvió la mirada.
Sintió como sus pulmones se llenaban de aire y como sus
piernas le temblaban.
- Te dije que mi madre había atinado en algo, ¿no?
Y su corazón se detuvo, esta vez sinceramente por suficiente
tiempo como para matarlo. Pero el calor en su vientre y la alegría en su
sonrisa fueron suficientes como para mantenerlo cuerdo y vivo por unos
segundos.
- Sí – dijo con la sonrisa más boba que era capaz de tener
un hombre de su edad. – Pero… no creo que este lugar siga existiendo por mucho
más tiempo.
Ella lo miró extrañada y preocupada.
- ¿Por qué?
- No se para ni una mosca desde hace meses – dijo, citando a
la señora Carla. – y no hemos pagado la renta.
Rocío rió.
Después de un par de semanas, “El Pescador”, era el lugar
más popular del pueblo. De su interior, todas las noches cuando la luna
iluminaba las calles, salía una melodía que aparentaba haber estado ahí desde
siempre, interpretada por un acordeón, un violín y un clarinete.