Llorar en público es difícil. Por alguna razón nos
avergonzamos de nuestros sentimientos y no los dejamos fluir, cuando sentimos
que alguien nos puede juzgar. Por eso, encontrarse a mitad de un espacio
pequeño, apretado y lleno de personas, es una de las peores cosas que le pudieron pasar aquel día. Sólo lo vence que justo antes de apagar su
celular para el despegue, contestó una llamada, que le informó sobre la
muerte de su prometido. Sus ojos, abiertos como platos, se desenfocaron, al inundarse
con lagrimas. Se llevó una mano a la boca, cubriendo su expresión de sorpresa,
y luego, agachando la cabeza y subiendo sus dedos hasta su frente, cubrió su
angustia. Con los ojos apretados, sintió la mano de la aeromoza posarse sobre
su hombro y luego el aire tibio de su susurro, pidiéndole que apagara el
celular. Respiró profundo, se relamió los labios y removió la mano de su
rostro. Asintió con la cabeza, regresando su atención a la llamada, se despidió de la mujer que nunca llegaría a
ser su cuñada, colgó y apagó el celular.
Guardó su celular en su bolso de
mano y sacó su espejo. Las lagrimas no habían bajado de sus ojos, tenía el
maquillaje entero y lo único que realmente delataba su tristeza era el seño
fruncido, así que decidió respirar profundo, contar hasta diez y tratar de no
mirar a la persona sentada a su derecha, ni a la del otro lado del pasillo,
que, naturalmente, la miraban preocupados.
El avión alzó vuelo. Le zumbaron
los oídos durante las primeras millas y, para cuando llegó a su altitud
requerida, se taparon. Abrió los ojos nuevamente y miró la ventanilla, tratando
de evitar la mirada del viejo de barba blanca que no había dejado de mirarla.
Respiró profundo y volvió su cabeza al frente, con la mirada perdida, recargó
su espalda sobre el respaldo y sintió sus hombros caer, rendidos ante la tensión
que había sentido en un principio. Su mente se quedó en blanco durante la
primer hora del vuelo y sus ojos concentrados en una mancha en su uña.
Alcanzó dos horas con
cuarentaisiete minutos y dos segundos antes de que su cuerpo volviese a
reaccionar.
Lo primero que tembló, fueron sus
hombros, cuando una respiración se precipitó de forma descontrolada por su
tráquea. Luego fueron los labios. Tragó saliva y siguieron sus ojos. Su ceño se
frunció y sus hombros se echaron hacía delante, junto con toda su columna. El
ardor en sus ojos era demasiado, y por más que intentó mirar hacia el frente y
olvidar el dolor punzante en su corazón, se llenaron de lagrimas. Se
desbordaron en sus mejillas y tuvo que morder sus labios, bajar la mirada al
suelo y apretar los ojos, siendo demasiado consiente de las miradas enfocadas
en ella. Subió su mano, hecha puño, hasta su boca y mordió su índice. Su otra
mano abrazó su propio cuerpo, sus rodillas se juntaron, tan apretadas que era
doloroso, y aunque sus tobillos trataron de hacer lo mismo, su bolso de mano se
los impidió.
Pasaron segundos, y ella sintió
horas.
Tras una inhalación exitosa, sus
hombros suspendieron el movimiento por suficiente tiempo como para que
alcanzara su bolso con una mano temblorosa. Primero, lo llevó hasta su pecho,
abrazándolo con fuerza y sin abrir su ojos. Luego respiró profundo y esperó
unos segundos con el aire dentro. No se molestó en contar. Se pasó del diez por
tres segundos.
Cuando abrió los ojos, trató de
concentrarse en el bolso. Trató de fingir que no había pasado nada. Trató de
sacar algo de ahí, lo que fuera, una menta, un lápiz, un rímel, algo, que
pudiera distraer sus dedos temblorosos y su mente destruida. Pero en cuanto
abrió el bolso, se encontró con el espejo que él le había regalado. Sus hombros
se volvieron a sacudir. Buscó entre los pliegues oscuros que componían el
interior de su bolsa. Un post-it con
el nombre de su hotel, escrito por el, una pluma fuente, regalo de cumpleaños,
su cartera, navidad. Todo le recordaba a él. El dolor se convirtió en coraje, y
el deseo de marcar su número, de ser recibida por su voz, y gritarle por haber
sido tan estúpido empezó a crecer en su pecho. Dio un golpe al bolso, pero a
pesar del enojo, no lo soltó. Lo apretó con fuerza. Y de pronto, ya había
llegado.
El hombre a su derecha le tuvo
paciencia. Tardó más de lo necesario en darse cuenta de que tenía que
levantarse, tomar su bolso y bajar del avión. Su mente estaba desconcertada, su
cuerpo estaba temblando aún, y su pulgar acariciaba una y otra vez su anillo de
compromiso. Finalmente logró levantarse, y caminar fuera del avión.
Él tenía que ir por ella.
Se quedó parada a mitad del
aeropuerto, con una mano cubriendo su boca, con el ceño fruncido, con su puño
apretando fuertemente la correa de la bolsa y sus ojos rojos, mientras todo el
resto del mundo seguía su curso.
Tenía que tomar su maleta, salir
del aeropuerto, tomar un taxi, ir a casa, seguir. Tenía que continuar con su
trabajo. Tendría que levantarse al día siguiente. Tendría que planear su
funeral.
Y entonces su corazón se encogió
dentro de su pecho, y una punzada dolorosa recorrió todos sus nervios. Levantó
su bolso, para buscar su pasaporte, y vio como una, dos, tres gotas caían sobre
la tela. Apretó los ojos y mordió su labio, y cuando los volvió a abrir su
mirada se perdió en algún punto invisible. Cuando los enfocó, estaba viendo sus
manos. Se quitó su anillo y lo guardó en el bolso. Levantó la mirada y caminó a
buscar su maleta.
La recibió prontamente, no se
preocupó por revisar que estuviera en orden, y la llevó consigo a un baño.
Buscó el baño más recóndito que pudo, el menos accesible, mientras su corazón
latía con dolor y sus manos temblaban. Una vez dentro, esperó a que estuviera
vacío. Dejó su bolso de mano a su izquierda y levantó su maleta encima de los
lavabos y la abrió, completamente concentrada en su actividad. Esculcó entre
sus cosas, frustrada al no encontrar lo que quería, aventó algunas cosas detrás
suyo, removió todo su interior, hasta que encontró su rastrillo.
Se arremangó su camisa. Su
respiración era aleatoria y hacía que su pecho se hinchase y deshinchase de
forma pesada. Sus manos temblaban. Sin dejar de mirar la navaja del rastrillo,
estiró su mano hacía su bolso, para tener lo que más la acercaba a él a su lado
mientras hacía esto. Su mano tocó la baldosa del baño. Buscó a ciegas.
Baldosa. Despegó la mirada de donde estaba y al mirar a su izquierda se dio
cuenta de la ausencia del bolso en el espacio donde lo había dejado. El
rastrillo cayó de su mano y dio un paso hacía delante. Buscó entre las cosas
que había sacado de su mochila. Buscó debajo de los lavabos. Buscó incluso en
los retretes. No estaba. La habían tomado.
Se llevó sus manos a su cabello y
jaló. Apretó los ojos y sintió como más lagrimas caían sobre sus mejillas. Y
trató de pensar, ¿qué estaba en el bolso?
¿Qué estaba en el bolso?
…
¿Qué estaba en el bolso?
No lo recordaba. No podía
recordar qué estaba en el maldito bolso. Estaban los recuerdos del amor de su
vida, de la persona que le había iluminado las mañanas más oscuras y le había
dado cariño y afecto y ternura y todo lo que siempre había querido. Pero no
recordaba qué objetos eran. Entonces pensó: “hay uno que es más importante que
los otros, ese no lo puedo haber olvidado.” Pensó, y pensó. No recordaba cuál
era. No recordaba nada de lo que estaba dentro del bolso. Se pasó sus manos a
su cadera y empezó a ir y venir por el pasillo del baño, tratando de recordar
qué era aquella cosa tan especial que le había dado aquel hombre tan especial.
Tenía que ser algo que le hubiese
dado él… ¿Un regalo? Se acordó de aquel cumpleaños en que se olvidó de
comprarle algo porque estaba viendo un partido de fútbol. ¿Una nota de amor? En
palabras de él: eso era ridículo.
Se detuvo y subió su mano hasta
su boca. Se quedó quieta, con sus largos y finos dedos acariciando sus labios
mientras pensaba. Apretó los ojos y se rió de sí misma. Estaba llorando de
nuevo, sin dolor, sólo lagrimas. Lagrimas que parecían lluvia en su rostro.
Miró el espejo y se rió más. Estaba
hecha un mar de lagrimas con una sonrisa en la boca, su maleta desbaratada, con
el bolso robado y sin anillo de compromiso.
Arregló su maleta, sin molestarse
por guardar el rastrillo, y salió del baño, con dirección a la estación de taxis.
Tenía que planear un funeral.